26.3.12

Países y dioses: España (prólogo)

Kostán Zarián
Traducción de Vartán Matiossián

Nota del traductor: Kostán Zarián (1885-1969), uno de los más brillantes escritores y ensayistas armenios del siglo XX, en la década de 1930 visitó España (1933) y los Estados Unidos (1934-1935). El resultado de estas visitas fue un ensayo basado en un diario de viaje, y titulado “Países y dioses” (Երկիրներ եւ աստուածներ). “España” se publicó entre 1935 y 1936 en la revista mensual “Hairenik” de Boston, continuado por “Estados Unidos” (inconcluso) entre 1936 y 1938. Tal como la mayor parte de la obra de Zarián, ambos ensayos aparecieron póstumamente en forma de libro y por separado, en ediciones realizadas en Ereván: “España” se publicó en 1998 y “Estados Unidos” en 2002.
Ofrecemos a continuación el prólogo de “Países y dioses”, publicado en noviembre de 1935. El lector probablemente advierta un análisis extrañamente familiar sobre lo que el autor llama el “ensanchamiento” del mundo. La razón es, simplemente, que la globalización no es un fenómeno de hoy; Zarián fue uno de los primeros escritores armenios (si no el primero) que ya había tocado el tema en la década de 1920.
Este libro no es un simple volumen de impresiones de viaje. Mejor dicho, no es solamente eso. Han pasado los tiempos en los que las cartas con descripciones sentimentales enviadas por un estudiante desde Europa tenían el tenor de un gran descubrimiento, de un idealismo ensoñador. El globo terráqueo ya es un libro abierto que todo el mundo puede hojear lentamente. Los barcos atraviesan los océanos sin embriagarse y nuestra imaginación ha dejado de vagar inciertamente por el cielo de los espejismos de mundos lejanos. Hoy nuestro deseo extiende sus alas sobre lugares de distintas atracciones.
No obstante, el mundo visto con los ojos interiores es tan nuevo, tan no visto. Las formas de ser de los pueblos y de los individuos, complejas y cruciales; el misterio de los países que mueren y a veces renacen; las aventuras de las almas, las ideas y los dioses. Nuestro mismísimo siglo, este siglo sobrio, derrochador y temible, que vive un drama tan interesante y profundo.
Drama del que nadie ha quedado exento, sean personas, naciones o países. Un drama con actos complejos y profundos, con pretensiones gigantescas, grandiosas y unánimes. Donde las fronteras han desaparecido, no hay lejos ni cerca. No hay suyo ni nuestro. Donde todos somos, si no los actores trágicos, al menos los protagonistas callados.
También nosotros, los armenios. Particularmente nosotros, los armenios.

* * *

Se ha producido un fenómeno inédito: el mundo se ha ensanchado y con él, la vida misma. El globo terráqueo, ausente por siglos, se ha levantado ante los hombres en toda su estatura. “He venido a medir la profundidad de vuestros ojos, he venido...” Los horizontes se han replegado, los montes se han acercado y las estepas lejanas se saludan a viva voz, vibrante y natural.
La vida ha tomado un ímpetu mundial.
La existencia del hombre común ya contiene todo el planeta. Cada persona, quiera o no, está profundamente afectada por el yugo rítmico de la realidad. Lo que suponíamos fuera de nosotros, en la orilla opuesta de nuestro ego, en el extremo de las fronteras difusas de nuestra imaginación, en realidad fluye en la musicalidad palpitante de nuestra sangre, penetra en los pliegues durmientes de nuestra personalidad y despierta fuerzas tales de las que ni siquiera teníamos idea en sueños.
Esa es, obviamente, la causa de otro fenómeno no menos significativo: el hombre contemporáneo, súbitamente ensanchado, profesa una fe de tono mítico en su fuerza creativa. Su aliento se ha duplicado, sus ojos se han ahondado y sus brazos se han alargado. Es un hecho innegable, pero también lo es el que no sabe cómo usar esa abundancia de fuerzas y qué dirección dar a su impulso embriagador y turbulento.
Esa es su tragedia.
Amo del mundo material, amo de todos los objetos, no es dueño de su propia persona. Este creador de cosas, este poderoso modelador de argamasa, piedra y acero, este gran constructor en realidad es un esclavo en lo espiritual. Entre las riquezas creadas por sus propias manos se siente perdido y abandonado. Es rico en ciencias, está dotado de medios técnicos nunca vistos, y sin embargo, el mundo detrás de sus ojos sufre más que en los tiempos que se fueron sin retorno.
El ser humano, no obstante su enorme y bello esfuerzo por conquistar definitivamente todo el globo, se siente desdichado, inconsolablemente solitario, encadenado en un rincón de este planeta. Es consciente de que la vida antigua está muerta, no en apariencias, sino realmente muerta; las formas antiguas de enfocar los objetos ya no tienen relación con el nuevo impulso del ser; los espíritus tradicionales se han retirado; los modus vivendi establecidos con la oscuridad y el universo carecen de valor.
No hay tiempo para detenerse y pensar. Los resortes de la historia funcionan sin pausa; la vida fluye fuera de su cauce y nosotros, que queremos refrenar todo, nos sentimos frenados en la oscuridad del caos que crea un gran juego.
Esto es lo que llamamos la crisis contemporánea.

* * *

Una cosa es cierta: mirar hacia atrás como lo hemos hecho hasta ahora ya es imposible. Nosotros, los hombres modernos --los armenios modernos-- estamos obligados a solucionar los problemas candentes sin recurrir a la colaboración del pasado. En la luz desnuda del día. Sin mirar hacia atrás con ojos llorosos y sentimentalismos superfluos, sin quejarse, sin engañarnos a nosotros mismo y a otros. En especial eso; si, sin engañarse y sin engañar, tal como el hombre perdido en el desierto que está obligado a tomar una decisión crucial sobre su curso a seguir.
Sin dudas, el mundo al que hemos arribado se nos representa como la parte de nuestro destino que está llamada a forjar nuestra vida. Pero ese destino --y la cuestión radica precisamente allí-- no es un resorte puramente mecánico, un hado impuesto desde afuera, como muchos quieren pensar. No, no, no somos una bala escapada del fusil cuya trayectoria ha sido predeterminada. Las direcciones son muchas, los objetivos son múltiples y el derecho sagrado e imperativo de la elección pertenece a nuestra libre voluntad.
No puede haber ninguna duda sobre este punto.
Vivir significa estar fatalmente obligado a utilizar nuestra libertad. Decidir y realizar lo que queremos ser. Eso, durante todo el curso de la vida, todos los días, en todo momento, en todo lugar. Si incluso sucediera que en los momentos de abandono y fatiga dejáramos que sea lo que sea, entonces significaría que habíamos decidido no decidir.
Por lo tanto, es una locura y una muestra de miopía hablar de “las condiciones objetivas”, del “curso de los acontecimientos” y del materialismo histórico. Las condiciones no determinan nada; por el contrario, se presentan ante nosotros como dilemas en permanente renovación, que nos obligan a tomar nuevas decisiones. Cambiar, elegir, renovar, renovarse.
La voluntad de ser. La voluntad de forjar, de crear. La voluntad de encender la luz que queremos en la oscuridad del caos reinante.
¡Es esto!
Quiero decir en particular que no he observado los países que he visitado sólo con la superficie de mis sentimientos, sino con la simpatía cálida y activa del espíritu y el cuerpo. Con una introspección. Observando cada instante y cada hora en su estado de latencia suprema y total, y considerando su misterio como parte del mío propio. No he sido un visitante aficionado a la historia, sino hondamente comprometido, y no he vacilado en extraer conclusiones en mi camino de búsquedas.
Por lo tanto, este libro es, en particular, un libro de reflexiones, cuyo propósito no es necesariamente el de agradar a todos. Por otra parte --he de decirlo para el lector armenio--, no niega ninguna doctrina, ningún sistema filosófico o social, y no está tendenciosamente dirigido, como pueden pensar hombres no precavidos e ignorantes, contra tal o cual corriente. ¡Qué bueno sería que la realidad armenia contara con surcos de pensamiento propio dignos de mención...!
La cuestión es que hasta ahora hemos tenido presente, en particular, la naturaleza política y cultural de la historia. Hoy comenzamos a tomar conciencia de que nuestras inquisiciones se han limitado a la superficie de la historia. Hemos visto la cubierta exterior de las realidades, lo pasajero y fácil de comprender. En tanto que la verdadera naturaleza de la vida parece hallarse en otro lugar, en una potencia física, en una vitalidad pura, que sin parecerse del todo, no obstante tiene cierta relación con estas fuerzas primigenias que impulsan las profundas turbulencias de los mares, el apareamiento de los animales, el florecimiento de los árboles y el brillo de los astros.
Naturalmente, para tomar conciencia de esa fuerza no basta arrojar las redes de nuestra mente hacia esa dirección, sino poner en movimiento toda nuestra personalidad, libre de preconceptos, entrar en una comunión atrayente y peligrosa con sus inquietos espíritus, sentirla en el centro de nuestro ego y, en busca de nuestra identidad, participar en la expresión de su identidad.
Conocer a los dioses.
Sólo entonces quedará claro que lo que el ser humano ha registrado es mucho menos que lo que ha existido en realidad. Detrás de los sencillos gestos humanos se ocultan múltiples presencias que no se desnudan totalmente ante nuestra consciencia, pero que presentimos como nuestra insatisfacción. Debemos considerar esa sensación eminentemente vital. No la podemos excluir sin poner en serio peligro nuestra voluntad de ser y de realizarnos.
Si quisiéramos necesariamente clasificar en clases a la humanidad --lo que siempre es caprichoso--, veríamos dos tipos de mentalidades. Nos encontraríamos con quienes se ponen metas grandes y difíciles, superando o despreciando las condiciones objetivas; quienes no temen las peligrosas experiencias de las vivencias mentales y espirituales; quienes saben pasar “entre los fuegos”, sin tomar en consideración los puntos de vista generalmente aceptadas y la delirante obediencia a la opinión pública. También nos encontraríamos con quienes no se exigen nada en particular y para quienes la vida es lo que es, una “combinación” de casos, una espuma casual formada en la cresta de la ola.
Lo curioso es que este último tipo de personas es aquél que habla siempre de la realidad y del dominio implacable de los hechos. Aporta cifras, series de hechos registrados, historia y estadísticas. Aquél que no tiene la capacidad de ver las fuerzas impulsoras internas y que no ha hecho un esfuerzo por abarcar la vida en su compleja totalidad; aquél que ha nacido ciego y limitado, y por eso mismo, vulgar.
El hombre vulgar no siente ninguna obligación de explorar libremente la vida y comprenderla. Lo aterra el que pueda ser consciente de su insatisfacción. Teme comparar su persona con otras, porque comparar significa salir de su piel por un instante, mudarse a otra, someterse a experiencias mentales y espirituales, comprender, aceptar y sentirse vencido por un instante.
El hombre mediocre y vulgar está privado de la capacidad de transmigración. Encerrado y protegido detrás de las murallas de ideologías baratas, para cuya construcción no ha hecho ningún esfuerzo y a cuya costa vive, intenta imponer su vulgaridad como un derecho sagrado y su derecho como una vulgaridad sagrada.
Estos dos tipos humanos están en lucha en todas partes. No sonará exagerado si digo que el futuro será el campo de batalla que decidirá el dominio final de uno u otro. Nosotros, los armenios, ¿con qué armas nos arrojaremos a la batalla? ¿Qué valores hemos de proponer? ¿Qué capacidad espiritual exhibiremos?
Todas estas cuestiones interesan fundamentalmente a quienes son conscientes de que estamos atravesando el período más peligroso y crucial de nuestra historia, y se sienten responsables ante esta historia.
En síntesis, ante nuestro país, porque fuera del país no puede haber vida ni historia. Cuando digo país, me refiero a ese territorio concreto donde vive y actúa el pueblo armenio, donde, no obstante las circunstancias externas, el espíritu armenio vuelve a forjarse, la nación se reconfigura, el nuevo mito histórico y el nuevo hombre están naciendo.
Estoy seguro de que mañana, cuando en nuestro país, al que me siento profundamente ligado, haya pasado el período de economicismo primitivo, la nueva generación se lanzará sedienta sobre todas aquellas cuestiones que nos interesan. Ya se ven señales promisorias en esa dirección. La única pretensión de este libro es poder ser un día comprensible y necesario a quienes han resuelto volver a ser, construir una nueva potencia espiritual, existir plena y fatalmente.
He aquí por qué nuestro país, nuestra nación y nuestro espíritu han estado presentes en mí en todas partes.

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