3.11.12

Bedrós Hadjián en el recuerdo


Vartán Matiossián
 
Se ha ido Bedrós Hadjián, una de las figuras intelectuales con trascendencia diaspórica que la comunidad armenia de la Argentina ha albergado a lo largo de la historia. Subrayo el concepto de trascendencia diaspórica; o sea, alguien cuya figura y cuya producción han cruzado los límites de su comunidad. Esa trascendencia, en el marco de la producción intelectual o de cultivo del pensamiento (que enfatizan el concepto de figura intelectual), se alcanza esencialmente con el elemento que constituye el nexo de la dispersión: el idioma.
Otra entre esas figuras intelectuales, Narciso Binayán Carmona (1928-2008)—que por la carencia de ese nexo citado no alcanzó la trascendencia diaspórica que bien merecía— había compilado en 1996 una lista de setenta nombres de la cultura en la historia armenia en la Argentina[1]. Ese catálogo puede ser el trampolín para compilar la lista de figuras intelectuales. Un escritor, un docente, un editor o un orador no son intelectuales por simple portación de apellido, pero el observador objetivo habrá de coincidir en que los más de 40 años de contribución de Bedrós Hadjián a la comunidad armenia argentina, sin contar los casi veinte años previos en Siria, aquilatan sus merecimientos como miembro de esa lista, no por la simple cantidad de sus realizaciones, sino por la calidad que ellas reflejan, que ha merecido reconocimiento más allá de las fronteras locales como parte del balance de realizaciones de la Diáspora. 
Como tantos otros términos, “intelectual” es una palabra manoseada hasta el cansancio que a la vez elude una caracterización concreta. No obstante, puede decirse que, tanto sea un crítico como un defensor del orden establecido, se requiere del intelectual que reflexione criteriosamente y a la vez llame a hacer lo mismo. Ese proceso a dos puntas figura entre los elementos de su caracterización y establece un posible criterio hacia la formulación de una definición: la reflexión del intelectual como proceso de enseñanza implícita. Bedrós Hadjián cumplió con ese requerimiento hasta el último día de su vida.
No fui su alumno, pero durante los más de 30 años que compartimos en nuestra relación, laboral, intelectual o personal, estuve entre los beneficiarios de sus enseñanzas. Al mirar por el espejo retrovisor, no vacilo en decir que se convirtió en uno de mis “padres” intelectuales en los cruciales años 1979-1980, cuando mi avidez por la lectura en armenio comenzó a superar los límites de los libros de texto: mi padre Zohrab me impulsó a entrar en el mundo de la traducción, mi profesor de Castellano y Literatura en la Fundación Educacional Jrimián, Renato Morales de Rivera, inspiró mi ingreso en el mundo de la armenología, y Bedrós Hadjián publicó mis primeros balbuceos en armenio.
Por entonces, la lectura de sus artículos y editoriales se convirtió, gradualmente, en una escuela paralela. (No era de extrañar: recordemos que, durante el primer medio siglo de la Diáspora, los diarios armenios habían sido la fuente de aprendizaje del idioma para generaciones que no tuvieron escolaridad o la abandonaron en la primaria). Su estilo abundaba en claridad y en concisión, a la vez que carecía de la adjetivación y de las volteretas propias de muchos de sus colegas que creían (y todavía creen) que escribir correctamente significa escribir “en difícil”. A la vez, encerraba una pasión muy particular, sentida pero sin sentimentalismos extremos, cuya mejor exteriorización se advertía en las polémicas, que vaya si no faltaban en aquellos tiempos. En última instancia, era consciente de que su misión era hacer periodismo y no literatura. El docente estaba detrás; escribir de manera correcta y accesible figuraba entre sus principios capitales. Obviamente, se necesitaba tener un buen manejo del idioma armenio para comprender sus artículos, y el conocimiento de quienes se quejaban de no entenderlos era el resultado de tener un vocabulario limitado --el equivalente al que se usa hoy para resumir pensamientos en 140 caracteres-- por la inexistencia de lectura. El periodismo en cualquier idioma evidenciaba la diferencia entre el lenguaje escrito y el habla cotidiana; todavía estaban lejos los tiempos en que los mejores diarios argentinos se permitirían publicar artículos escritos con el nivel de alfabetización básica requerido para escribir mensajes de texto o frecuentar las redes sociales.
Era un autodidacta y me atreveré a decir que emuló de lejos a Domingo Faustino Sarmiento, sin saberlo; Bedrós Hadjián era un graduado de la escuela Mesrobián (quinto grado) en su aldea natal de Djarablús, en Siria. A los quince años falleció su padre; su numerosa familia se mudó a Alepo, donde se puso a trabajar para contribuir a su manutención. En sus notas biográficas de 1982 escribió: “Mi principal ocupación fue el autodidactismo: me dediqué a la lectura con una sed insaciable para conocer nuestra literatura; aprendí francés y árabe. . .”[2] En 1954, a los veinte años, era director de la escuela de Deir-Zor, cargo que desempeñó durante cinco años; En ese mismo año comenzó sus escarceos literarios e hizo sus primeras armas como columnista. Los exámenes de brevet y baccalaureat como alumno libre, equivalentes a aprobar el ciclo básico y el ciclo completo de la escuela secundaria, respectivamente, sobrevendrían en la década de 1960, cuando ya orillaba los treinta años y era profesor en el Liceo “Karen Jeppe” de Alepo (cuyo director sería entre 1967 y 1970, antes de venir a la Argentina).
En 1959 volvió a Alepo, donde, a la par de la docencia, en 1960-1961 fue subjefe de redacción del diario Arevelk. La convivencia permanente con el periodismo es una relación siempre peligrosa para un escritor; a veces, una atracción fatal. En las citadas notas biográficas escribió: “Empecé a escribir artículos de opinión en Arevelk. Tengo que decir que el periodismo es una amante de fácil acceso, es la mujer que se adueña de ti y no aquella otra bella amada, como la literatura, que ha descubierto que eres un donjuán y espera grandes hazañas amorosas para que puedas conquistarla. Entonces, he mantenido el culto de la bella en mi ser mientras convivo con una amante”[3].
El fuego se llevó una serie de manuscritos como precaución que tomara su familia durante días aciagos para la comunidad armenia: “El descubrimiento de escondites de armas y el arresto de muchos miembros de la F.R.A. en la República Árabe Unida (R.A.U.) en agosto de 1961, seguido por su posterior juicio a principios de 1961 por el nuevo régimen sirio que había asumido el control tras la desintegración de la R.A.U.”[4] Ese golpe, sumado a las demandas conjuntas que presentaban la docencia y el periodismo, desde Siria hasta la Argentina, prácticamente lo iba a bloquear como escritor durante muchos años.
Entre fines de 1982 y principios de 1986, en la primera mitad de mi carrera universitaria, dejé de ser su lector a la distancia para convertirme en un temporario colaborador en la fragua editorial. Escribir en armenio se convirtió en una tarea cotidiana y el bolígrafo rojo de Bedrós Hadjián hizo lo suyo para que paulatinamente yo comenzara a escribir en azul con mayor confianza. Hacía docencia; explicaba pacientemente, y a menudo con dosis de humor, tal o cual problema idiomático, sin hacer jamás poses de sabelotodo o de superioridad intelectual. Así fue siempre; en oportunidad de un artículo publicado muchos años después, no vaciló en escribir para indicarme dos errores gramaticales y luego agregar: “Querido Vartán, escribo todo esto con el deseo de que tus (. . .) artículos también tengan una sintaxis perfecta. Lo mío es el producto de sincera amistad y estima” (6 de septiembre de 2004).  Pero aquélla no fue solamente una escuela de idioma; aprendí muchísimo de cuestiones comunitarias, culturales, literarias, políticas y editoriales. Y después aprendí a olvidar todo, porque “cultura es lo que queda después de haber olvidado lo que se aprendió” (André Malraux).
Mi “posgrado” continuó en las dos décadas siguientes, cuando su convocatoria me enroló en la novedosa vocación de docente de historia armenia, primero en el Profesorado “Vahé Tchinnosián” (1988-1992), una valiosa iniciativa lamentablemente frustrada, y luego en el Instituto Educativo San Gregorio el Iluminador, desde 1994 hasta mi partida de la Argentina en 2000. En mi diario trajín, era un placer muy particular seguir nuestra colaboración y, cada vez que se presentaba la oportunidad, sentarnos a hablar de los temas del pasado y del presente, en los que coincidíamos y disentíamos, hacíamos y recibíamos críticas, en una palabra, aprendíamos y comprendíamos. Teníamos diferencias de generación, de formación, de idiosincrasia, de lecturas. Nos separaba medio mundo: uno había nacido y crecido en el Medio Oriente, y había conocido el Río de la Plata en su edad madura; el otro, nacido y crecido en el Río de la Plata, sólo intuía el Medio Oriente. Pero eso no era un obstáculo para que pusiera en juego la avidez intelectual que lo había caracterizado desde la adolescencia y tendiera líneas para minimizar esas diferencias, incluyendo la evaluación de muchas páginas del pasado, en las que mostraba un sano y singular espíritu de autocrítica. Podíamos llegar a concordar en muchas cosas, pero no en una: River vs. Boca, o գետականներ vs. բերանականներ (las traducciones en clave humorística eran suyas). Cuando ese tema desplazaba cualquier otro, éramos, obviamente, tan eternos rivales como los dos equipos.
En los primeros años, me convertí en uno de los pocos privilegiados que podía descifrar sin problemas su letra jeroglífica. Tengo una deuda de gratitud: ese entrenamiento previo me facilitó luego la publicación de manuscritos de diversas figuras de la literatura armenia. Raras veces escribía a máquina. Entró en el mundo de la informática cuando el siglo XXI ya había comenzado: “Hace unas tres semanas que nuestra computadora tuvo un infarto y fue trasladada al hospital para una operación inmediata; después comenzó el periodo de convalecencia y sólo en estos días muestra señales de recuperación. Advertí cuán imperiosamente está conectada la desgraciada a nuestra vida y cuánto influye en nuestras relaciones y actitudes, cuando el año pasado, digamos, ni siquiera existía. No sé cómo vivíamos entonces” (16 de abril de 2003). Sospecho, no obstante, que las versiones iniciales continuaban escribiéndose con tinta (o lápiz) y papel. Veinte años antes había dicho que escribir a máquina frenaba el flujo de sus ideas.
Muchos corren por las calles de la vida traficando falsa modestia, pero se detienen a cada paso para asegurarse de que su nombre figure en algún rincón. Barón Hadjián (así lo conocí siempre) era un hombre silencioso y modesto, que aborrecía las vidrieras y escapaba de los reflectores. Con 51 años y treinta de actividad pública, fue una de las diez personalidades de la comunidad que en 1984, en su última visita a la Argentina, Su Santidad Vazkén I, Catolicós de Todos los Armenios, condecoró por sus servicios. El reconocimiento era tan merecido – el tristemente célebre dicho «Գնա՛ մեռիր, եկուր սիրեմ» (Kná merir, iegúr sirem, “Ve a morir y vuelve para que te quiera”), no siempre se cumple – como inesperado, pero Su Santidad había sido docente y editor cuando laico e intelectual toda la vida. La crónica incluyó su foto al recibir la condecoración “Sahag-Mesrob” y la mención de su nombre a la par de los otros nueve condecorados; ni una línea más. Cuando en 2010 la República de Armenia lo condecoró con la medalla nacional “Movsés Jorenatsí” por sus más de cinco décadas de servicios a la cultura, la noticia apareció en la primera página de los diarios, desde Sardarabad en la Argentina hasta Aztag en el Líbano; si hubiera estado en sus manos, apuesto a que hubiera figurado en el rincón más apartado de la última.
En 1986 renunció a la jefatura de redacción del entonces diario Armenia y a la convivencia con su amante; comenzó de nuevo a hacer la corte a su amada, abandonada durante tanto tiempo. Pero el galanteo duraría casi una década. Mientras tanto, Hagop Gulludjián y yo iniciamos nuestro proyecto editorial, Ediciones Armengraf, y Bedrós Hadjián comenzó lo que podemos caracterizar como la etapa más fecunda de su vida.
En 1987 se publicó el primer tomo de «Հայ մտքի մշակներ», con versión simultánea en castellano de quien esto escribe y el título modificado de Grandes figuras de la cultura armenia. Era un trabajo de divulgación novedoso, sobre todo en castellano: excepción hecha de la “Historia de la literatura armenia” de H. Thorossián (valiosa traducción de Jorge Sarafián, probablemente la mejor), no había ningún otro libro que abarcara la cultura antigua más allá del siglo V d.C. El autor había bosquejado, tras una lectura de numerosas fuentes secundarias, una síntesis que podía usarse como libro de texto tanto en armenio como en castellano. El segundo volumen, con similares características, apareció en edición bilingüe en 1990.
Mientras tanto, en 1988 aparecieron los tres tomos de «Պարզ քերականութիւն» (“Gramática simple”), la única de sus diversas series de libros de texto que pasó por la imprenta. Con algún conocimiento de causa, se puede decir sin temor a exagerar que el autor había volcado allí el concepto simbolizado por las tres C: claro, concreto y conciso. Nunca he sido un dilecto amigo de la gramática en sus fundamentaciones teóricas, pero recuerdo haber refrescado con fruición mis conocimientos mientras trabajábamos en la edición de la serie y aún después.
En 1992 logramos que Bedrós Hadjián, tras seis años de llamarse a silencio, retornara a la palestra con sus artículos de opinión en la revista Harav, que Hagop y yo publicamos entre junio y diciembre de ese año en castellano. A pesar de su vida breve, la recepción de la que gozó la revista fue algo reconfortante; ensayos como “La cultura del ladrillo” o “La sociedad de los poetas muertos” eran parte de nuestro esfuerzo por pensar seriamente nuestra situación comunitaria y diaspórica. En sus páginas, el lector conoció sus artículos de opinión, que hasta entonces nunca se habían traducido. Durante los siguientes veinte años, sus colaboraciones sobre temas políticos, sociales, culturales y literarios reaparecieron en la prensa de la Diáspora y de Armenia. Harach (París), Nor Harach (París), Nor Guiank (Los Angeles), “Aragast” (Los Angeles), Marmará (Estambul), Sardarabad (Buenos Aires), Kantzasar (Alepo), Aztag (Beirut), Pakín (Beirut), Zartonk (Beirut), Azg (Ereván), fueron algunos de los diarios y periódicos donde, continua o esporádicamente, se publicaron sus textos.
En 1995 editamos su primer libro de ficción: «Հրամմեցէք պարոններ» (“Sírvanse, señores”). Había un par de cuentos publicados treinta o cuarenta años antes; pero la mayor parte habían sido escritos en los últimos años, cuando el “muro de Berlín” que había rodeado su escritura por más de dos décadas se había derrumbado. De esta manera, la literatura armenia de la Diáspora se enriqueció con dos temas escasamente tratados hasta entonces: la repatriación de 1946-1948 y los armenios islamizados.
Después de la publicación de los dos primeros tomos de Grandes figuras de la cultura armenia, con frecuencia insistí durante los años siguientes para que continuáramos, ya que los nombres destacados entre los siglos XV al XX eran mayoritariamente grandes desconocidos para el lector castellano. Pero el proyecto no continuó bajo ese formato, por un motivo u otro, a pesar de que algún capítulo del tercer tomo puede hallarse entre los papeles del autor.
No obstante, la siguiente traducción en castellano, de alguna manera, tuvo una conexión con esa serie. El original, «Մեծ Եղեռնի մեծ նահատակները» (“Los grandes mártires del Gran Crimen”), ha quedado inédito hasta el día de hoy: la traducción apareció en 2001 con el título modificado de La palabra silenciada: las víctimas intelectuales del Genocidio Armenio. 
También en 2001, Bedrós Hadjián publicó un nuevo libro que probablemente sea su trabajo de divulgación más importante: «100 տարի, 100 պատմութիւն» (“100 años, 100 historias”). La historia armenia del siglo XX, rica en acontecimientos cruciales y controvertidos, es una gran desconocida por el hecho de estar tan cercana. No existía un trabajo de divulgación que constituyera un resumen sucinto de ese siglo tan “problemático y febril” para nosotros. El autor lo hizo posible con un extenso trabajo de investigación que, por sobre todo, en su exposición final mostró cómo se podía tener una determinada posición y a la vez eludir la subjetividad tanto como fuera humanamente posible al abordar temas tan complejos. Este fue el último libro que apareció con el sello de Armengraf; ese año Hagop Gulludjián se radicó en Los Angeles.
No me he referido a la actividad pública de Bedrós Hadjián. Pertenece al juicio de la historia. Y si nos remitimos a la tradicional opinión de que son historia aquellos hechos desde cuya fecha han transcurrido más de cincuenta años, entonces las palabras huelgan. Sólo quiero citar un breve episodio, del que fui testigo a la distancia, pero que merece recordarse por su valor simbólico y testimonial. En 2001 formó un comité de asistencia a la repatriación, que por sus siglas en armenio se llamó “HAY”. Estaba destinado a ayudar financieramente a los emigrados de Armenia que, por las dificultades que sufrían aquí como resultado del colapso económico, entre otros muchos factores, estaban dispuestos a retornar, pero no tenían dinero para el pasaje. No recuerdo la cifra exacta de personas (algunas decenas) que pudieron retornar gracias a esta modesta iniciativa que duró algo más de un año – sin precedentes en la época de la segunda independencia de Armenia –, pero lo importante fueron el gesto y el pensamiento que lo convalidaba. Los fragmentos de algunas cartas lo ilustran:
29 de octubre de 2001: “A despecho de los temores o vacilaciones que existen, hasta hoy hemos anotado a unas 40 personas permanentes, que van a colaborar con nuestra tarea con cifras mensuales; muchos vinieron espontáneamente e hicieron donaciones. Quiero agregar que el tema fue recibido con mucha seriedad y aprecio por la comunidad armenia. (...) Mientras tanto, hay  que decir que ya tenemos una lista de gente que requieren [un pasaje para] partir, que no son para nada una colección de tránsfugas, sino gente humilde con hijos menores de edad, todos venidos de Armenia”.
6 de marzo de 2002: “Aquí todos los días se agregan unas cuantas personas a los que retornan y realmente para mí es una situación difícil: la gente no tiene dinero, no tiene trabajo, no tiene dónde vivir. Cuando el gobierno de Israel otorga sesenta mil dólares a quienes retornan, nosotros, grandes y chicos, observamos con la paz del corazón cómo nuestros compatriotas se van desgastando, incluyendo el gobierno de Armenia, cuyo embajador en Buenos Aires –a quienes recurren a él-- ofrece la dirección de Bedrós Hadjián.... tebi ierguir.”
A pesar de la distancia, nuestra comunicación y nuestra colaboración no cesaron. La asistencia editorial y técnica de Hagop hizo posible la publicación de los dos libros siguientes: «Կար ու չկար» (“Había una vez”, Buenos Aires, 2003), historias extraídas de su vida como docente y «Կարկեմիշ» (”Karkemish”, Alepo, 2005), la recreación de la vida en un pueblo ¥գիւղաքաղաք¤ de la Diáspora, ni ciudad, ni aldea (Karkemish es el nombre hitita de su solar natal, Djarablús). Algunos de los párrafos iniciales de este último libro no sólo ofrecen al lector una idea de la vena literaria del autor, sino también del pensamiento embebido en ella:
“He perdido desde hace años el oriente, es decir, el punto cardinal desde el cual cada mañana el sol, rojo y redondo, llega a la tierra con la parsimonia de quien acaba de despertarse, pero como una alumna perseverante que entra a clase: primero con vergüenza y modestia, luego con visión aguda y brillantez.
“Al perder el oriente, a menudo confundo mi dirección y no logro fijar mi posición en las calles de una gran ciudad. Cuando avanzo por una ancha avenida o cuando me detengo en una exuberante plaza, observo en mi derredor y me esfuerzo por saber hacia dónde me guían mis pasos: ¿hacia el oeste o el norte, hacia el sur o el este? Entonces, para hallar mi dirección, me siento imaginariamente frente a nuestra alta y azulada ventana de Karkemish y contemplo los almendros y los albaricoqueros del jardinero Bedrós, las robustas moreras del jardinero Ohannés y los campos de trigo que se extienden detrás de ellos, hasta la cinta de plata del río y la ronda danzante de las colinas.
“(...) Al llegar todos los días a Karkemish, pareciera que el sol también hubiera llegado al mundo.
“Y yo finalmente encuentro el Oriente, dondequiera que esté y cualesquiera sean las avenidas de la gran ciudad del mundo en las que me he perdido o, confuso, me he detenido. No obstante, no crean que los albaricoqueros y los almendros del jardinero Bedrós están siempre ornamentados con flores rosadas y blancas antes de la venida del sol, o que sus cabellos luminosos se asientan todos los días, sin falta, sobre la cima de las moreras del jardinero Ohannés.
 “(...) Sea cual fuere la actitud de Karkemish hacia el sol, sea cual fueren la manera y los colores con los que se prepara para recibir su llegada mañanera -- albaricoqueros florecidos o techos nevados --, yo sé, sin temor a equivocarme, que el sol llega a Karkemish justamente por el frente de mi ventana azulada, por sobre los jardines de Bedrós y Ohannés, los trigales que bordean el matadero, el abrazo del Eufrates y sus colinas aledañas, y con su arribo entra en el mundo, no importa que un día sea con mejillas arreboladas e irresistibles; otro, con un velo transparente que le cubre el rostro; y otros días, envuelto en sábanas blancas.
“Entonces es cuando puedo inclinarme, sin error, hacia el oriente, hacia aquel punto cardinal que he perdido desde hace años y no he encontrado, ni en Buenos Aires ni tampoco en las avenidas devoradoras de cualquier gran ciudad”[5].
Esto no era una simple hipérbole. Era la metáfora de su propia condición humana, del hombre que había sido trasplantado del medio en el que había nacido y crecido, y que nunca había logrado – es dudoso que lo haya intentado seriamente – adaptarse totalmente a la nueva etapa de su vida. En todo caso, hizo una adaptación sui generis que implicaba simplemente una serie de concesiones cosméticas. No vivía en el pasado, pero era indudable que sentía la carencia de ciertos elementos de su propio pasado. (Cuando visité Alepo por primera vez en junio de 2011, pude entender mejor lo que simplemente había percibido a la distancia). Parafraseando la expresión del poeta armenio argentino Agustín Tavitián (1939-1990), con quien también compartieran años de trabajo juntos, era un poeta perdido en la república. 
En una oportunidad habíamos conversado sobre la factibilidad de traducir «Հրամմեցէք պարոններ» al castellano. Recuerdo haber dicho que no me parecía que la temática pudiera interesar al lector de habla hispana que no tuviera el marco de referencia necesario para entrar de lleno en las historias. ¿Hasta qué punto temas “internos” como la repatriación de 1946-1948 o los armenios arabizados podían interesar al lector armenio o no armenio sin conexión personal previa? El autor había estado plenamente de acuerdo.
Fue una sorpresa, entonces, enterarme a principios de 2003 que el veterano y prolífico Berg Agemián -- ¿qué habrá sido de sus numerosas traducciones inéditas?-- había traducido el libro con el título de “Se lustra, señores”. Como nota al margen, autor y traductor habían estado ubicados en las antípodas ideológicas durante décadas, pero el interés de Agemián por la literatura armenia evidentemente había primado por sobre consideraciones no literarias, si es que quedaba alguna; siempre se puede encontrar terreno común para lo que sea, desde limar asperezas hasta simplemente hallar puntos de contacto, cuando exista la voluntad de hacerlo.
“Berg Agemián trajo la traducción del libro; espero que Avó [el periodista Avedís Hadjián] venga para que lo lea, te voy a mandar una copia con él” (16 de abril de 2003). Dos semanas después, me escribió: “Te había dicho que B. Agemián ha traducido «Հրամմեցէք պարոններ» al castellano sin haberme consultado. Cuando le objeté, diciendo que el libro no es de interés para el lector odar [օտար« no armenio], me respondió que el libro ha sido traducido para las nuevas generaciones armenias, que no saben nada de las cuestiones nacionales tratadas en el libro. Me di cuenta de que tenía razón, y no sólo en parte. El respetable caballero Hagop Gulludjián está totalmente de acuerdo con esta opinión, aunque agregó que si la traducción es buena, también puede interesar al lector argentino”. Pasó el tiempo y la traducción llegó a mis manos: “Hablé de inmediato con Berg Agemián, diciéndole que hay alguien que sabe buen castellano y ha apreciado mucho su traducción, pero advierte que la traducción ha sido literal; quiere dar un mayor sentido literario a ciertos párrafos, si es que está de acuerdo, antes de la publicación. (...) El hombre está de acuerdo con cualquier modificación; obviamente, quiso saber quién es la persona que la hará. Le dije que se lo diré, si se concreta” (25 de julio de 2003).
 Pero, mientras tanto, sucedió lo inesperado: “Te voy a dar una noticia triste. Hoy vinieron a verme dos chicas, quienes me dijeron que son las hijas de Berg Agemián y que su padre falleció el sábado [9 de agosto]. Sabían que su padre había traducido el libro de un director de escuela y me buscaron preguntando aquí y allá, porque no sabían mi nombre y sólo sabían que la persona es un director y uno de sus hijos vive en los Estados Unidos. (...) Dijeron que sólo estaban interesadas en saber si el libro se iba a publicar. Dije que se va a publicar y que respetaré el derecho de su padre” (12 de agosto de 2003).
La corrección inicial, en las páginas mecanografiadas por Agemián, retornó a Buenos Aires. Meses después, una vez copiado en computadora, el texto volvió para una segunda revisión: “Sé que debes tener bastantes ocupaciones para poder dedicarte a un libro cuya traducción fue una verdadera sorpresa para el autor y que tuvo la fortuna de hallar un mecenas. Como habías anticipado, a nuestros chicos (...) tampoco les ha gustado la traducción, por lo que te pido que la mejores tanto como sea posible, castellanizando el lenguaje y el estilo del libro, y por supuesto manteniendo la lógica estructural de los escritos. Por lo visto, la traducción de Berg se hizo literalmente, por lo que hay que darle sentido literario de acuerdo con las características idiomáticas del castellano” (30 de enero de 2004).
El principal problema, común en muchas traducciones de literatura armenia al castellano, había sido la imposibilidad de tomar distancia del texto original sin perderlo de vista. Los textos de nuestro autor, a pesar de su aparente accesibilidad, requerían de una estrategia particular para su abordaje, que implicaba la reescritura, como dice el prólogo, en “un texto que plasmara una interpretación fiel ­­del espíritu del original armenio, sin alejarse demasiado de su letra”[6].
Esta vez fue el autor quien sugirió un cambio de título. El libro, publicado en 2005, adoptó el título de El cinturón, uno de los cuentos más emblemáticos, notoriamente autobiográfico.
Mientras tanto, yo había comenzado a trabajar en la traducción de «100 տարի, 100 պատմութիւն», que apareció en castellano como Cien años, cien historias: Armenia y los armenios en el siglo XX (2007). Si en armenio era una contribución importante para el lector no especializado tuviera un panorama de la historia del último siglo, tanto más puede decirse de la versión castellana, donde se agregaron capítulos y notas aclaratorias.
Una vez terminada esa traducción, me aguardaba una sorpresa: barón Hadjián había resuelto publicar un libro que constituye, en su sección inicial, el único trabajo en armenio que abarca los últimos cincuenta años de las comunidades armenias de Sudamérica y que, por su naturaleza, constituye una fuente que el futuro investigador no debiera desdeñar. La sorpresa fue que me pidiera ser el editor del libro, «Հարաւը Սփիւռքի մէջ» (“El Sur en la Diáspora”, Alepo, 2008); pudo haberse titulado también «Սփիւռքը Հարաւի մէջ» (“La Diáspora en el Sur”), que era su otra alternativa. Por desgracia, ése fue el último libro que publicó en vida.
El autor reunió allí una colección de artículos parcialmente publicados en la prensa sobre temas comunitarios, incluyendo sus análisis de las encuestas que había realizado desde 1988. El libro incluyó también una serie de notas sobre temas de interés armenio, que por la imposibilidad de acceder a todos los artículos publicados en el período 1971-1986 no pudo convertirse en lo que Bedrós Hadjián hubiera merecido: una antología de su producción como periodista.
Mi tarea consistió en la selección y estructuración de los textos en un todo consistente, y en la inclusión de notas aclaratorias. El libro se dividió en dos partes interrelacionadas. La primera, “El Sur”, se subdividió en tres capítulos: “Imágenes armenio-argentinas”, “El presente y el futuro de la educación armenia” y “La nueva generación, hoy y mañana”. La segunda parte, “... En la Diáspora”, también se subdividió en tres capítulos: “Postales desde el Sur”, “Mosaico de la Diáspora” y “Genocidio y reivindicación”. El corolario fue un prólogo que situó las comunidades de Sudamérica en el contexto de una Diáspora que las había ignorado, sentenciado a una pronta desaparición o dejado de lado por mucho tiempo, a la vez que evaluó el papel de Bedrós Hadjián en el “redescubrimiento” de su realidad actual para el lector en idioma armenio.
Tenía un libro listo, «Բառերու շուրջպարը» (“La ronda de las palabras”), que se publicó parcialmente hasta el número de Sardarabad que anunció su fallecimiento. También sé que había otros libros inéditos o en preparación. Lamento en particular que no haya publicado sus memorias, que pudieron haber sido una valiosa fuente sobre muchos aspectos de la vida armenia en el mundo y en la Argentina durante el último medio siglo.
Pero en 2009 Bedrós Hadjián fue el artífice de otro libro en castellano: ¡Mamá, no vendas a mi hermanita! (Historias de un martirio eterno), de Kevork Apelián (1941-2011), una traducción parcial de mi autoría de su volumen en armenio, «Ցկեանս նահատակութիւն». Ambos escritores se conocieron en el Congreso Panarmenio de Escritores celebrado en Armenia en 2008 y Hadjián leyó prácticamente en una sola noche, en la Casa de Escritores de Tzaghkadzor, las 500 páginas del original. Las historias de los armenios islamizados por la fuerza durante el genocidio, que Apelián había recogido de boca de los sobrevivientes o de sus descendientes en el Líbano y en Siria, eran tan emotivas – también continuaban la temática que nuestro autor había desarrollado en El cinturón -- que resolvió ese mismo día que el libro debía publicarse en castellano como una contribución al esclarecimiento del tema. Y así fue.
Nos veíamos en cada visita a Buenos Aires. La última vez fue en 2009, pero en Nueva York. En oportunidad de su estancia allí, la filial local de “Hamazkaín” había organizado una conferencia. Como viejo conocido suyo, me invitaron a presentarlo. El salón estaba lleno; muchos de sus antiguos alumnos de Alepo se habían congregado. El paso del tiempo había abreviado los famosos «երկու խօսք» (yergú josk) del pasado (habló durante 40 minutos), pero su capacidad oratoria y la claridad de la exposición seguían intactas. Fue una de las pocas veces que lo he visto con un texto escrito. Por lo general, sus discursos partían de algunas ideas centrales que se hilvanaban oralmente; su ininterrumpido fluir podía hacer suponer al oyente desprevenido que hubieran sido aprendidas de memoria.
El 1º de septiembre pasado apareció en Nor Harach, en París, el último artículo de su serie “Postales desde el Sur”. Un día después, fue uno de los oradores en la conmemoración comunitaria de la independencia de Artsaj. Mejor no puede decirse: cayó en la brecha.
Con él se ha ido uno de los últimos mohicanos de la lengua armenia en la Argentina. Recuerdo que hacia 1984, cuando publiqué un artículo sobre la situación de la lengua en el medio comunitario, me había hecho un comentario breve sobre su tono pesimista; el título, en traducción al castellano, era algo así como “Acerca de horizontes oscuros y de nubarrones”. Un cuarto de siglo después, en el prólogo de la reedición de El cinturón y Karkemish realizada en Ereván, su editor, el crítico literario Surén Danielián, había señalado: «Արգենտինայի հայ գրչօջախի մարմրող աւանդոյթները այսօր արձակում շարունակում է ճանաչուած արձակագիր Պետրոս Հաճեանը եւ... գրեթէ՝ միայնակ» (“El conocido narrador Bedrós Hadjián continúa en la prosa las tradiciones en extinción del hogar literario armenio de la Argentina... casi en solitario”)[7]. Dudo sobremanera que quien hizo de la práctica integral del idioma una vivencia cotidiana, en lo oral y en lo escrito, en lo público y en lo privado, hoy fuera a decirme que el horizonte se ha aclarado o que la tormenta no se ha desencadenado. El año pasado, el Catolicós Aram I de la Gran Casa de Cilicia patrocinó la formación del Արեւմտահայերէնի Պաշտպանութեան Յանձնաժողով (Comité de Defensa del Armenio Occidental). Entre los 27 miembros designados, provenientes de 11 países, figurá(ba)mos los “tres mosqueteros”: Bedrós Hadjián, Hagop Gulludjián y yo. 
Un día estallará mi corazón
y se desparramarán los versos que no he escrito[8],
escribió Agustín Tavitián en uno de los poemas de “La palabra invicta,” pocos años antes de que su premonición se cumpliera, un 24 de agosto de 1990.
El 3 de septiembre de 2012, el corazón de Bedrós Hadjián le avisó que era hora de partir.
Entre otras coincidencias, veintitrés años y un día antes, el corazón de mi padre había enviado el mismo mensaje.
Desde algún lugar, en el que probablemente ya se han encontrado, sus memorias habrán de seguir inspirando a quienes están y a quienes vendrán.

“Sardarabad”, 17, 24 y 31 de octubre de 2012


[1]Narciso Binayán Carmona, Entre el pasado y el futuro: los armenios en la Argentina, Buenos Aires, 1996, p. 260-262.
[2]Minás Tololyán, Դար մը գրականութիւն (Un siglo de literatura), vol. II, Boston, 1982, p. 493.
[3]Idem.
[4]Ará Sanjián, “The A.R.F.’s First 120 Years”, Armenian Review, Winter 2011, p. 11.
[5]Bedrós Hadjián, Կարկեմիշ (Karkemish), Alepo, 2005, p. 7-10.
[6]Vartán Matiossián, “La escritura de un mundo perdido”, en Bedrós Hadjián, El cinturón, traducción de Berg Agemián, Buenos Aires, 2005, p. 17.
[7]Surén Tanielián, «Կարկեմիշ՝ դէպի անցեալ թռչող մեր երազները» (Karkemish: nuestros sueños que vuelan hacia el pasado”), en Bedrós Hadjián, Ճանապարհ դէպի Կարկեմիշ (Camino a Karkemish), Ereván, 2008, p. 5.
[8]Agustín Tavitián, La palabra invicta, Buenos Aires, 1988, p. 42.

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